lunes, 26 de febrero de 2007

El Estado y el amor

Jesús Silva-Herzog Márquez

W. H. Auden escribió su poema “1 de septiembre de 1939” poco tiempo después de haber llegado a Estados Unidos, cuando Alemania invadía Polonia. En el poema resuenan los horrores de un mundo que se dirige a la guerra: olas de odio y miedo; inmencionables olores de muerte; sufrimientos que se convierten en rutinas. El poema encontró una extraña popularidad después de los atentados terroristas de 2001, porque hablaba de los engendros del mal, de los vanidosos rascacielos ciegos y de una “ofendida noche de septiembre”. El final del poema termina con un llamado:

No hay tal cosa como el Estado
y nadie existe solo;
el hambre no permite elección
al ciudadano o al policía;
debemos amarnos los unos a los otros o morir.

“Debemos amarnos los unos a los otros o morir”. Pocas veces se ha asentado con tal claridad la idea del amor como imperativo. El aire cristiano de la línea es claro: el amor se constituye como una obligación. Seguramente, como ha señalado Joseph Brodsky, uno de sus lectores más brillantes, su significado es más directo: debemos amarnos los unos a los otros, o matar. Si no vemos por el otro, pronto nos estaremos matando.

Que un poeta como Auden hable del imperativo del amor tiene sentido. (Debo decir, entre estos paréntesis, que al propio poeta la línea le molestó años después. Le parecía afectada y falsa. Intentó otras fórmulas. “Debemos amarnos los unos a los otros y morir”. No le convenció el cambio. Tachó el párrafo y después se decidió por eliminar el poema de sus compilaciones). Tiene sentido también en las prédicas sacerdotales. Para la teología cristiana, el amor es un deber primordial. Kant puso esa noción en su sitio cuando argumentó que el “deber de amar” era un absurdo lógico. Para que algo sea obligatorio debe ser, en principio, realizable. Bien se sabe que el amor no es gobernable. El individuo no decide los destinos ni las intensidades de su afecto. No se trata de un acto voluntario porque es una emoción y las emociones no se activan a voluntad. El amor, sostiene el filósofo en su Metafísica de la moral, es un sentimiento, no una decisión. No puedo amar porque quiero amar, mucho menos porque debo amar. Por ello, concluye Kant, hablar del deber de amar es sencillamente un absurdo.

El debate tendrá dimensiones filosóficas y teológicas fascinantes. ¿Cuáles serán los resortes profundos de la acción y el sentimiento? Lo que parece extraño es que el Estado disponga que el amor sea una obligación jurídica. Eso es lo que ha hecho nuestra nueva ley para prevenir la violencia contra las mujeres. El desamor ha sido tipificado como una infracción legal. La flamante Ley de Acceso de las Mujeres a una Vida Libre de Violencia establece que el desamor es un acto de violencia psicológica que el poder público debe castigar. La torpeza técnica de los redactores de la ley es evidente: dirigen su atención a las fuentes de la violencia, sin concentrarse en los actos de la violencia. Sin duda, el desamor puede ser fuente del atropello. Lo puede ser también su contrario: el enamoramiento. De la ambición y de la generosidad pueden surgir buenas razones para el crimen. No importa por qué un ladrón roba un banco. Puede querer el botín para comprarse un castillo o para donarlo a un hospicio. Lo que ha de castigar la ley es el robo. Pero los bienintencionados redactores de la ley han tratado de cazar malos sentimientos porque creen ahí debe atajarse el abuso machista.

Lo que ha de estar en el ojo del Estado y su aparato coactivo es la acción que lastima a la mujer, aquello que la lesiona o que la humilla. Me resulta claro que el Estado debe castigar tanto la violencia física como la psicológica. El problema es cómo se encara normativamente esta aspiración. El desamor o los celos pueden ser fuente de un terrible despotismo doméstico. Pero lo que ha de contar para el poder público es la acción, no la pasión. Multar el desamor es simplemente una ridiculez. Para los redactores de la ley, Julio Cortázar, al escribir su “lenta máquina del desamor”, confesaba, no una desolación, sino un crimen:

La lenta máquina del desamor,
los engranajes del reflujo,
los cuerpos que abandonan las almohadas,
las sábanas, los besos,
y de pie ante el espejo interrogándose
cada uno a sí mismo,
ya no mirándose entre ellos,
ya no desnudos para el otro,
ya no te amo,
mi amor.

Criminal confeso

Lo más notable es que, detrás del supuesto progresismo de la legislación, hay un ánimo profundamente reaccionario. Mientras en el país se elimina la aberrante idea de que la mujer tiene la obligación de tener relaciones sexuales con el marido cuando éste quiera, y se acepta en consecuencia que puede haber violación dentro del matrimonio, se pretenden restaurar deberes amatorios dentro del matrimonio, siempre y cuando el obligado sea el hombre. Así lo sugiere la fiscal para delitos contra las mujeres, Alicia Elena Pérez Duarte, en una notable entrevista con Excélsior (23 de febrero). En esa entrevista, la fiscal minimiza los homicidios de maridos: “Ojo, hay mujeres que han asesinado a los señores maridos, desde luego que sí, pero siempre, siempre, en defensa propia o en defensa de uno de sus hijos”. Siempre, dice ella. El asesinado, si es hombre, no podrá ser nunca inocente. Por algo lo habrán matado. Ahí mismo sostiene que la nueva ley permitirá castigar a los maridos que eviten tener relaciones sexuales con sus mujeres. Deberán ser castigados por indiferencia o desamor. El Opus seguramente habría cambiado el sexo de quien merece condena, pero no lo habría dicho mejor.

http://www.milenio.com/guadalajara/milenio/firma.asp?id=481480

No hay comentarios: