lunes, 18 de junio de 2007

El Ejército y la confianza


Marco Antonio Cortés

No hay duda de que el combate al crimen organizado, y especialmente al narcotráfico, era una prioridad para el nuevo gobierno. La integridad del Estado (es decir, de la sociedad organizada políticamente), ni más ni menos, es lo que está en juego, porque existen territorios dominados completamente por las organizaciones criminales. Evidentemente, ese combate no puede ser sino violento, por la naturaleza misma de estas organizaciones y porque se trata de imponer al Estado como el detentador del monopolio de la violencia física legítima. Este último concepto, por lo demás, ni es autoritario ni constituye una aberración: alude a los fundamentos de un orden político moderno, sustentado en el derecho y la convivencia civilizada y pacífica.

Está claro que las opciones del gobierno federal no eran muchas, y que recurrir al Ejército era necesario. Pero la estrategia seguida por Felipe Calderón expone al país a riesgos monumentales, porque no sopesa bien los beneficios de corto plazo y los costos de mediano y largo plazos. El combate frontal, con el Ejército al frente como única medida, es por lo menos cuestionable. Muchos los han señalado: se requiere más trabajo de inteligencia, convocar la participación social, emprender políticas colaterales, ofrecer alternativas de vida a los jóvenes, brindar más apoyos a los campesinos pobres e incluso llevar la cultura a los barrios y las localidades más apartadas del país.

No está de más recordar que las Fuerzas Armadas son, después de la familia y de la Iglesia, la institución en la que más confían los mexicanos. El Ejército ha tenido, históricamente, una conducta institucional de excepción, si se considera el papel de algunos Ejércitos latinoamericanos en los tres últimos decenios. Ponerlo en la línea frontal de combate al crimen organizado, como el principal protagonista, puede distorsionar ambas características del instituto armado. Por una parte, su utilización desmedida en funciones policiales lo expone al contagio de la corrupción y puede minar su lealtad institucional; mientras que, por la otra, los errores y abusos circunstanciales de algunos elementos pueden conducir hacia el deterioro irreversible de la buena imagen que tiene entre los mexicanos.

En una sociedad ayuna de confianza entre sus integrantes, que desconfía profundamente de las principales instituciones políticas de una democracia (la judicatura, los legisladores y en general los funcionarios públicos), lo que cabe es reforzar las fuentes de la confianza existentes, además de intentar, de manera constante e inteligente, revertir la desconfianza en la autoridad pública, porque no hay otro mecanismo mejor para producir una mayor confianza interpersonal. Hay que cuidar la imagen de las Fuerzas Armadas porque la elevada confianza en ellas imbuye en los mexicanos cierto sentido de seguridad frente al enorme poder de las mafias. Es verdad que esta confianza no basta. Pero dado el cinismo de los políticos, y su torpe y contraproducente manera de conducir los destinos del país, ella es imprescindible. El gobierno de Calderón haría bien en darle un mayor énfasis al combate a la corrupción, ampliar la libertad como arma contra de los monopolios y luchar abiertamente contra los privilegios ilegítimos. Digo, para generar confianza en las demás instituciones del Estado aunque se desconfíe abiertamente de sus operadores circunstanciales.

macortes@milenio.com

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