lunes, 22 de enero de 2007

El eclipse de lo público

Jesús Silva-Herzog Márquez

La democracia de hoy presenta el espectáculo de un enfrentamiento: los lobos contra los conejos. Unos se desplazan con tranquilidad, sin enemigo a la vista, cazando fácilmente a sus presas, jugando con ellas. Los otros viven aterrados ante la amenaza de las garras y los colmillos, haciendo todo para sobrevivir. La astucia de nuestros lobos ha sido tal que han convencido a los conejos de que su vida depende de la gracia de sus devoradores. Se han persuadido de que el hambre de los lobos implica una tragedia pública, el sufrimiento de todos. Primero los lobos, luego el resto. Las liebres no se percatan por ello de que sus intereses son distintos y que no dependen del hambre de los carniceros. La función democrática puede ser vista también como un teatro guiñol. Los muñecos ocupan los espacios visibles del foro, pero actúan por cuenta de otros que apenas se esconden. Dan la cara pero se dedican a fomentar y proteger los intereses de otros. Pluralismo de títeres, democracia de pantomima.

Será que el viejo Marx no ha envejecido tanto. Sus profecías no tendrán mucho influjo pero algunas de sus denuncias conservan filo. La democracia liberal puede ser una pantalla de otro imperio: el señorío de los intereses económicos. Su diagnóstico no está lejos de la realidad: elegimos escuálidos, mientras los poderosos no son electos por nadie. La política, aunque aparente fuerza, cuelga de otros hilos. Servidumbres electivas; sumisiones con fuero y curul.

O será que el aprendizaje ha sido catastróficamente desigual. El fin del viejo régimen político requería un veloz adiestramiento de la clase política, una transformación de hábitos y reflejos. Un salto a una responsabilidad compartida. La aparición de la democracia pedía una sociedad política propiamente democrática. Me refiero, más que a la mutación de valores, al surgimiento de nuevas ligas de responsabilidad, a nuevas formas de diálogo y a la aparición de una negociación constructiva. Nada de ello ha surgido: nuestra clase política sigue atrapada en sus inercias, en sus atavismos, en pleitos antiguos y en sus eternas disputas interiores. Otros sí han aprendido a jugar en democracia y, sobre todo, a sacarle provecho. Eso que los norteamericanos llaman los “intereses especiales”, los poderes fácticos han transformado exitosamente su comunicación con la órbita política. Si antes conversaban con las dependencias del Ejecutivo para cuidar sus intereses, hoy han conformado oficinas de cabildeo, han contratado agentes de comunicación con el Congreso y han proyectado sus mensajes a través de los medios. No encuentro en esa transformación nada condenable. Lo que resulta alarmante es que, frente a esa resolución, no se han levantado las compensaciones del interés público. En otras palabras, el complejo instrumental de la democracia fue descifrado antes por los actores económicos que por los políticos. Pero no son sus intereses los que han quedado mermados, sino aquel ámbito que el poder público tiene la misión de cuidar: el interés público.

Mientras los políticos siguen leyendo el instructivo, los otros conducen la nave. Partidos, dirigentes, asambleas legislativas, organizaciones civiles rebasados cotidianamente por poderosos intereses económicos que logran imponer su fuerza sin encontrar resistencia. La clase política aparece de esta manera como brazo ejecutor de un manojo de intereses económicos. Un cuadro reciente ilustra el drama. Un país obeso, urgido de tomar con toda seriedad el problema sanitario que representan los hábitos alimenticios de sus habitantes, y una clase política que se doblega inmediatamente ante el leve gesto amenazador de los intereses refresqueros. La democracia mexicana aparece como un esperpento: elecciones competidas, gobiernos fragmentados, poderes contrapuestos pero incapaces todos ellos de alumbrar el interés público, de defender esa vaga plataforma de la utilidad común. Izquierdas y derechas podrían coincidir en medidas fiscalmente sensatas y socialmente benéficas. Pero el veto de los intereses manda derrotando prudencias y sensibilidades. Tras la mantilla democrática, vivimos un secuestro.

Las instituciones democráticas cargan, sin duda, buena parte de la responsabilidad. Nuestras reglas explican el rapto y el eclipse del interés público. Si las instituciones son, como pensaba Bentham, dispositivos que distribuyen castigos y recompensas, es claro que el trazo de las nuestras premia la subordinación y reprime la promoción del interés público. El castigo del elector no resulta persuasivo. Quienes toman decisiones en el Congreso no tienen por qué imaginar su comparecencia futura ante los electores. Pero sienten el duro peso de otras intimidaciones que los obligan a ignorar los llamados del interés público. El correctivo de los medios es fulminante. La sanción de la tal “opinión pública” puede ser una amenaza impalpable, mientras que el castigo de los poderes fácticos es inmediato y drástico.

Sea porque unos lograron adaptarse al ecosistema democrático mientras que otros siguen exhalando los aires de la era previa; sea porque los intereses económicos se han apoderado de los dispositivos políticos; sea porque las instituciones aíslan a los políticos de sus electores, dejándolos a merced de los intereses especiales, el hecho es que la nueva democracia mexicana está lejos de estimular un diálogo que procure el alumbramiento del interés público. Por el contrario: la democracia mexicana le ha puesto la mesa a los intereses fácticos y se dedica agasajarlos.
http://www.milenio.com/guadalajara/milenio/firma.asp?id=470414

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