lunes, 16 de julio de 2007

Elección racional


Marco Antonio Cortés

Lo que antes era excepcional ahora es cotidiano. La visibilidad del agotamiento al que llegó el presidencialismo mexicano requería antes la verificación de eventos verdaderamente espectaculares. Por ejemplo: Muñoz Ledo “interpelando” por primera vez a un presidente en el recinto legislativo o la ulterior gritería neorritual de los diputados increpando al primer mandatario en cada informe presidencial; periodistas, y moneros, notables que se arriesgaban criticando y satirizando al Preciso; los aspavientos de un individuo carismático, pero inepto y vanidoso, buscando restituirle a la Presidencia el papel de referente nacional y el poder unificador que de ahí derivaba; en fin, la protesta del nuevo presidente en un Congreso sitiado por la policía y en medio del desorden.

La inviabilidad del presidencialismo, y la debilidad endémica del presidente, se observa ahora en cada acontecimiento, algo, medianamente o muy importante. Aunque debe reconocerse la prudencia de Felipe Calderón, lo cierto es que sus discursos cotidianos a nadie entusiasman y poco le dicen a los mexicanos. Y no es que Calderón sea mal orador: se ve gris porque el cargo que ostenta no da para más, aun y cuando parezca que le quedó grande. Hubo un tiempo que la palabra del presidente obraba milagros: hoy se requieren gastar miles de millones de pesos en marketing político para medio hacerlas convincentes. Esta debilidad estructural explica en parte que López Obrador insista en su discurso radicalizado, porque el tabasqueño sabe que por más delirante que sea, le pega al “usurpador”. También que un chino maloso, pero simpaticón, ponga a temblar al gabinete, o cómo unos cuantos bombazos acorralan a la Presidencia y ponen término a un año de triunfalismo. Y que conste: los dos últimos le pegaron al gobierno en el terreno donde se vanagloriaba de sus éxitos más publicitados: la legitimidad del triunfo electoral y el combate al crimen organizado.

Por eso, para acumular algo del poder perdido, el primer mandatario tiene que negociar mucho y hacer demasiadas concesiones, como robustecer el desfalleciente sindicalismo corporativo, ponerse de modo frente a Estados Unidos o insuflarle nueva vida al PRI con tal de tenerlo como aliado. Y con ello se resuelve muy poco. El meollo de todo es que la complejidad política y el crecimiento en número y variedad de los problemas del país exceden los poderes y las atribuciones, incluso las metaconstitucionales —por cierto, ya casi inexistentes—, del primer mandatario y el sistema que lo encumbra. Enfrentar los dilemas nacionales de hoy con el régimen presidencial equivale a querer rebanar un filete de res con un cortaúñas sin filo. En la actualidad, cada problema requiere, por decirlo de alguna manera, una respuesta sistémica, esto es, un procesamiento institucional distinto, en donde la confluencia de voluntades y la cooperación entre adversarios es la regla y no la excepción, en todos los niveles y áreas del gobierno. Supongo que para eso sería la reforma del Estado, un conjunto de medidas y decisiones estilo rational choice, aunque sean tomadas por actores poco racionales. Curiosamente, la debilidad presidencial y el desbordamiento de la autoridad pública, abonan a la construcción de una arquitectura político institucional más pertinente a las necesidades del país. Nada más falta tantita determinación.

macortes@milenio.com

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