miércoles, 16 de mayo de 2007

Callejón sin salida


Javier Hurtado

Al caso de los militares emboscados en Carácuaro, Michoacán, le siguió el acribillamiento de los cuatro escoltas de los hijos del Gobernador del Estado de México, en el Puerto de Veracruz; y a éstos, las ejecuciones perpetradas el lunes pasado en el Distrito Federal, contra un jefe de Inteligencia de la PGR y en Tijuana, Baja California, contra un comandante de la AFI. Esto, ocurrido en tan sólo 12 días, en distintos puntos del territorio nacional, y tan sólo por lo que respecta a elementos policíacos o militares.

Ayer mismo, este diario daba cuenta de que además de los dos jefes policiacos ejecutados el lunes pasado, ese mismo día, en un lapso de tan sólo tres horas, cuatro personas más fueron ejecutadas en el Estado de Sinaloa. La lista parece interminable y las modalidades de ejecución de los "levantados" son dignas de cualquier novela de terror: decapitados, encostalados, entambados, encajuelados, emboscados, envueltos en papel para regalo. Otros, son amputados o sus cuerpos son tatuados con mensajes.

La contundencia de las cifras muestra la gravedad de la situación: tan sólo en lo que va de los 135 días transcurridos del 2007, mil personas han sido ejecutadas en nuestro País, lo que corresponde a un promedio de tres personas por hora. Hace un año, los mil ejecutados se completaron hasta el 1 de julio; y en el 2005 tuvieron que transcurrir 255 días para que se llegara esa cifra (El Universal, 15/mayo/2006).

Con este promedio, y de continuar las cosas como van, infiera usted cuántos días serán necesarios para que se completen los otros mil ejecutados durante el presente año; y cuántos de ellos habrán de ser miembros de las fuerzas armadas o de seguridad del Estado mexicano.

Si las cifras se han incrementado y las ejecuciones han alcanzado ya a efectivos del Ejército y altos jefes policiacos, ello es símbolo de que hoy la situación es más grave que antes y de que prácticamente lo que existe es un auténtico estado de guerra al interior del País. Aquí, la interrogante es si lo anterior se debe a que el actual Gobierno federal está haciendo lo debido, o si ello es producto de una estrategia equivocada.

El monopolio de la violencia física legítima por parte del Estado no puede estar a discusión, como tampoco su principal obligación: brindar seguridad a sus habitantes. Tampoco puede, el Estado, renunciar a su función de ser garante de las libertades y de la legalidad a lo largo y ancho del territorio nacional. Precisamente para hacer efectivo esto último, es la única entidad que puede hacer uso de la fuerza legítima para garantizarlo.

Sin embargo, el Estado no es ni puede confundirse con una banda más de delincuentes, narcos o facinerosos. Es decir, no puede ponerse al nivel de sus enemigos y luchar exclusivamente en el terreno en el que a ellos les conviene que luche: el de los enfrentamientos a balazos; el de las emboscadas. En vez de eso, el Estado puede pegarles en donde más les duele: en sus inversiones y en sus activos bancarios (dando por descontado los decomisos de armas y drogas). Claro que para lograr eso en muchas ocasiones se debe utilizar la fuerza bruta. Pero, una cosa es utilizarla en una lucha cuerpo a cuerpo, y otra hacerlo para lograr objetivos que vayan más allá de un simple recuento del número de bajas causadas.

Lo mejor sería que más temprano que tarde el Gobierno revise su estrategia, puesto que cada día que pasa parece ser que el Estado se coloca en un callejón sin salida: si recula ante las bajas causadas y el baño de sangre que se está desatando en el País, habrá perdido una de las guerras más importantes de todas cuantas pueda haber librado; y si intensifica las acciones con la misma estrategia, entonces sí que no alcanzarían los panteones para dar cabida a tantos muertos, además de que ante los ojos de la población cundiría la sensación de que la guerra la estaría perdiendo el Gobierno, aun sin haberse retirado del campo de batalla. El asunto no sólo es de fuerza, sino también de inteligencia.

Otro punto a debate es si en esta lucha o guerra interna debe o no participar el Ejército, o si ésta sólo debe ser efectuada por los cuerpos policíacos. Aquí, todo depende de cómo se entienda el daño que están causando los criminales. Si se considera que sus actos atentan contra los fines esenciales del Estado (preservar la especie, aumentar el promedio de vida, brindar bienestar y seguridad a la población) entonces debe participar el Ejército. Por el contrario, si se considera que sus actividades son simples ilícitos cuyo daño se resarce con purgar una condena, entonces dejémoslo en manos de los cuerpos policiacos.

Sin embargo, ya sea por una vía u otra, en ambos casos -pero más en el primero- se corre el riesgo de que en la lucha también se violen los derechos de la población civil, como parece ser que ya está ocurriendo.

Por lo demás, el problema va más allá de lo meramente policiaco o militar. De cómo se resuelva la lucha, en mucho, dependerá el tipo de Estado que vaya a existir en los próximos años; y el que la alternancia partidaria pueda contribuir a la consolidación democrática y no se convierta en víctima o aliada de una regresión autoritaria. De ese tamaño es el problema.

docjhurtado@hotmail.com

http://www.mural.com/editoriales/nacional/740005/

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